Está distribuida. La memoria de corto plazo se retiene en la corteza prefrontal (muy extraña).
La amígdala almacena miedos y fobias.
El Lóbulo temporal almacena memoria semántica.
El hipocampo almacena memoria a corto palazo y la convierte en memoria a largo plazo.
Y se tienen otros centros, como el cerebelo que controla movimiento y equilibrio.
La ubicación física de la memoria se ha revelado como uno de los grandes “santos griales” de la ciencia del nuevo siglo. Desde Francis Crick –co-descubridor de la estructura del ADN– en la década de 1940, hasta el presente, la memoria ha sido buscada tanto en regiones específicas del cerebro como fuera de él, conectándose como una función “inalámbrica” al mismo cuerpo.
Tras más de un siglo de investigaciones, los científicos aún no logran dilucidar por qué ninguna parte del cerebro parece ser la responsable de alojar nuestros recuerdos. Numerosos neurofísicos han intentado desentrañar residencias de la memoria en el interior del encéfalo; uno de los más populares, realizado hace más de un siglo por el neurofisiólogo Kart Lashley, demostró que aún después de seccionarse hasta un 50% del cerebro de una rata, ésta podía recordar los trucos con que se la había instruido. Lo sorprendente del experimento residía en que los roedores continuaban ejecutando los actos aprendidos, independientemente de qué mitad de su cerebro había sido seccionada. Investigaciones sucesivas revelaron resultados similares en especies como el pulpo.
La teoría holográfica, nacida de experimentos como los de Lashley, considera que la memoria podría residir no en una región concreta del cerebro, sino en todo el órgano por igual. Sin embargo, la neurología ha descubierto que el cerebro es una masa sináptica en permanente cambio; todas las sustancias químicas y células interactúan y cambian de posición de forma constante. Teniendo en cuenta semejante plasticidad del encéfalo, es difícil sostener cómo la memoria podría alojarse en la distribución completa del cerebro, para ser recuperada desde un cerebro completamente distinto. Ante este panorama tan amenazante para la biología mecanicista tradicional, muchos investigadores han comenzado a pensar que la verdadera residencia de la memoria se encuentra en un espacio dimensional no observable, y que el cerebro no actúa como portador de ella, sino como el nexo físico necesario para relacionar al individuo con un “campo abstracto” situado fuera del cerebro, al que se ha venido a denominar “campo mórfico o morfogenético”.
Desde que el doctor Rupert Sheldrake, reconocido investigador y biólogo del Trinity College de Cambridge, además de autor de varios libros y numerosos artículos de carácter científico –ver la sección de “El laberinto de la mente” de ENIGMAS nº 154– fundara la teoría de los campos morfogenéticos, la investigación de la mente ha discurrido por dos vertientes diametralmente opuestas.
Eugenio Vallvé
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